miércoles, 17 de febrero de 2010

Tiempo de perros

"En Alemania llueve a diario, en España no llueve nunca". Eso es lo que comentábamos mis padres y los demás cachorros de la camada y algo que sabe a ciencia cierta todo habanero, una especie de axioma grabado a fuego en nuestro subconsciente colectivo, probablemente porque, aunque nos llamemos "habaneros", somos originarios del Mediterráneo Occidental (aunque hace mucho que lo abandonamos, la verdad, mucho más si contamos el tiempo en vidas de perro).

Cuando me enteré de que una residente en
La Tierra Prometida se interesaba por una de nosotras, pensé que había llegado mi chance. "La española es mía", me dije, y cuando vino a visitarnos, aún indecisa ella, hice todo lo que estaba en mis zarpas por llamar su atención, por convertirme en la elegida para retornar a esa región del mundo en la que salen llagas y costras de tanto sol. Cualquier cosa para huir de la lluvia. Gruñí, mordí, salté más que ninguna, puse la carita más dulce que pude y fui más cariñosa que nadie (aunque, ahora que lo pienso, visto mi comportamiento, mi futura dueña también podría haber llegado a la conclusión de que yo estaba afectada de alguna forma precoz de trastorno afectivo bipolar canino). "Me llevo ésta, que es la más loquita", dijo, por fin, en una lengua que yo entonces aún no dominaba, mi futura dueña, a lo que mi criadora respondió: "Magnífica elección", al tiempo que cruzaba los dedos.

Ahora vivo en España,
la España seca para más inri, pero España no es lo que pensábamos que era: España se ha vuelto, como mínimo Inglaterra o Escocia o Galicia. No ha dejado de llover desde que llegué a Granada.

Cuando llueve (esto es, siempre) no entiendo por qué tengo que salir a la calle y, ya en ella, hago lo imposible para no tener que moverme. Mis seres humanos no parecen ser capaces de entender que yo no los he elegido a
ellos y a esta Canaán pasada por agua para esto y se empeñan en hacerme andar (sin mucho éxito, por otra parte). A evacuar los residuos sólidos de mis gozosas digestiones de pollo me llevan a la Calle Ganivet, con sus aceras a cubierto del aguacero. Y no son los únicos que así actúan, la Calle Ganivet convertida en una especie de Latrina Maxima de la Celebérrima y Heroica Ciudad.

Con tanta lluvia, mi ciudad ideal sería una ciudad subterránea.

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