domingo, 28 de febrero de 2010

Habaneras de Granada

Acabo de descubrir que no soy la única habanera de Granada: también está la "Habanera imposible" del grandísimo Carlos Cano.

domingo, 21 de febrero de 2010

La expo de los perros

La exposición canina ha sido esta mañana. Por fin.

Antes, en la tarde noche de ayer y esta mañana casi de madrugada, he tenido que someterme a dos sesiones bastante intensivas de peinado, con lo que a mí me gusta andar desgreñada y lo poco que me estorban los nudos y la mugre (como, por otra parte, en circunstancias normales, tampoco a mis
dueños). Luego, tras un desayuno apresurado, hemos volado hacia la Feria de Muestras de Armilla, donde hemos tenido que aparcar en un barrizal (un barrizal de pago, por cierto), y a correr de nuevo hacia el pabellón en que se encontraban mi ring y mis hermanos de raza y competidores; y, allí, la mayor sorpresa de las últimas semanas: los perros con los que me tocaba contender no se parecían a mí en absoluto.

Yo he llegado
peinada, con mi raya en medio (sobre el espinazo, que lo tengo bien largo) y el pelo ondulado, que me caía elegante y sedoso, sobre los flancos. Y la cara todo lo despejada que permitía el flequillo: apenas se me veían los ojos, pero sí podía percibirse claramente que no soy un perro chato. Y me encuentro con media docena gruñona de bolas de pelo frito, sin ojos ni hocicos ni patas visibles, todas mayores que yo y mucho más grandes. Como Shih Tzus pero a lo afro. Nada en contra de los primicos chinos (aunque una perra de raza puede ser racista si quiere, está en su naturaleza) pero los habaneros de esta mañana son los más peculiares que he visto en mi vida. Eso sí, pelo, lo que es pelo, tenían, seco y espartoso, a espuertas. Bolinas de lana, vamos.

Ellos habrían pensado de mí justo lo mismo (sólo que al revés: "¿de dónde habrá salido esa rata aceitosa?") si hubieran podido verme por entre la pelambrera. Ahora bien, si una es la única
desigual entre supuestos iguales puede llegar a albergar dudas acerca de qué modelo de perro se corresponde mejor con el estándar. La decisión acerca de este particular compete al juez de ring, de quien las malas lenguas dicen que no siempre se sabe al dedillo el estándar (las razas caninas son innumerables) pero sí suele conocer a los expositores. A unos, claro está, más que a otros, que pensarán quienes siempre piensan mal para evitar equivocarse.

Yo no soy malpensada, Dios me libre, pero cuando me he dado cuenta de que mis permanentados contendientes representaban a uno de los más afamados criadores españoles de
mi raza, entre nosotros, me he quedado sin la esperanza que abrigaba mi corazoncito ingenuo de quedar como La Mejor Cachorra. Al final he obtenido una calificación de "Muy Bueno 2°", que no está nada mal: "Muy Bueno" es la mejor calificación que puede obtener un cachorro de entre cinco y nueve meses de edad y "" quiere decir que sólo una de mis competidoras era, siempre según el juez, mejor que yo.

Ahora no sé si dejar que me pique el gusanillo de la competición o pasar y dedicarme a otras cosas (la familia o el circo, que vienen a ser lo mismo). La exposición (la primera a la que acudíamos tanto mis dueños como la que suscribe) también ha tenido sus ratillos buenos: por ejemplo, he estado jugando con una Terranova. Pero han predominado el estrés y las prisas. Por lo pronto, mañana, a revolcarme en todos los barros de Granada, que no son pocos.

sábado, 20 de febrero de 2010

La perruquería

En español, a esos lugares en los que seres humanos enloquecidos lavan, peinan y esquilan perros a destajo los llaman "peluquerías caninas", pero yo creo que sería más lógico llamarlos perruquerías, como en Cataluña. En Cataluña no sólo hay perruqueries, sino también incluso perruqueries per a gossos, aunque a mí esta última denominación me parece ya algo redundante.

Como
ya os conté, mañana me toca ir de exposición; y como mis dueños no me habían lavado nunca y tampoco es que me peinen con mucha asiduidad -ni excesivo éxito- decidieron llevarme a la perru. Ahora, varias horas después de haber pasado por las sucesivas mesas de tratamiento (agua y champú, secador y peine, y cepillo y tijeras), tumbada, toda fluffy, en mi sofá y navegando, como siempre de extranjis, por el ciberespacio, no estoy segura de si la experiencia me ha gustado o me ha disgustado (o de si debería haberme disgustado tanto como a mis seres humanos). Pero mi dueño dice que a mí "no vuelve a someterme a esa tortura", de modo que sospecho que el procedimiento ha sido más desagradable para él que para mí misma.

Y eso que yo no he ladrado -ni gruñido, ni aullado- ni una sola vez cuando me han puesto al cuello una cadena que pendía del techo, para que no pudiera moverme, y una ayudante del
perruquero alfa con guantes de goma me ha empapado de agua, me ha vaciado unas glándulas cuya existencia yo había desconocido hasta esta misma mañana (las glándulas anales) y me ha enjabonado y desenjabonado repetidas veces. La furia de los guantes ha sido rápida y eficiente y yo he quedado calada hasta los huesos y con más aspecto de salchicha que de bichón en un plis plas, pero me ha dado más tirones de las patitas, sobre todo de las patitas de atras, de lo que hubiera sido estrictamente necesario (al menos eso podía inferirse de la cara de dolor que ponía mi dueño). Luego, siempre con la cadena al pescuezo, me han secado y peinado a la vez, sin muchos miramientos pero con el secador más grande y más ruidoso que he visto en mi vida, más propio de un túnel de lavado que de una perruquería; tan fuertes eran los tirones y tan potente el trasto del viento que, a veces, tenía la sensación de que iba a levantar el vuelo, y el estruendo era ensordecedor, pero mi dueño ya hacía tiempo que había decidido, primero, mirar para otro sitio y, luego, salirse del taller y esperarme, algo acongojado, en la salita contigua. Por último, ya desencadenada, los últimos retoques, levísimos, de cepillo y tijera a manos del mismísimo perruquero alfa.

Cuando he salido de la
perru, parecía levitar, de lo sedoso y lo ondulante que me han quedado las greñas. Pero, por algún motivo, al llegar a mi casa, no tenía apetito y luego incluso he tenido que vomitar un poco, lo que no suele sucederme (sólo cuando consigo merendarme una carroñita en mis excursiones por el campo). Y ahora estoy cansada y algo ansiosa por lo que me espera mañana. En fin, tras la exposición, ya os cuento.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Tiempo de perros

"En Alemania llueve a diario, en España no llueve nunca". Eso es lo que comentábamos mis padres y los demás cachorros de la camada y algo que sabe a ciencia cierta todo habanero, una especie de axioma grabado a fuego en nuestro subconsciente colectivo, probablemente porque, aunque nos llamemos "habaneros", somos originarios del Mediterráneo Occidental (aunque hace mucho que lo abandonamos, la verdad, mucho más si contamos el tiempo en vidas de perro).

Cuando me enteré de que una residente en
La Tierra Prometida se interesaba por una de nosotras, pensé que había llegado mi chance. "La española es mía", me dije, y cuando vino a visitarnos, aún indecisa ella, hice todo lo que estaba en mis zarpas por llamar su atención, por convertirme en la elegida para retornar a esa región del mundo en la que salen llagas y costras de tanto sol. Cualquier cosa para huir de la lluvia. Gruñí, mordí, salté más que ninguna, puse la carita más dulce que pude y fui más cariñosa que nadie (aunque, ahora que lo pienso, visto mi comportamiento, mi futura dueña también podría haber llegado a la conclusión de que yo estaba afectada de alguna forma precoz de trastorno afectivo bipolar canino). "Me llevo ésta, que es la más loquita", dijo, por fin, en una lengua que yo entonces aún no dominaba, mi futura dueña, a lo que mi criadora respondió: "Magnífica elección", al tiempo que cruzaba los dedos.

Ahora vivo en España,
la España seca para más inri, pero España no es lo que pensábamos que era: España se ha vuelto, como mínimo Inglaterra o Escocia o Galicia. No ha dejado de llover desde que llegué a Granada.

Cuando llueve (esto es, siempre) no entiendo por qué tengo que salir a la calle y, ya en ella, hago lo imposible para no tener que moverme. Mis seres humanos no parecen ser capaces de entender que yo no los he elegido a
ellos y a esta Canaán pasada por agua para esto y se empeñan en hacerme andar (sin mucho éxito, por otra parte). A evacuar los residuos sólidos de mis gozosas digestiones de pollo me llevan a la Calle Ganivet, con sus aceras a cubierto del aguacero. Y no son los únicos que así actúan, la Calle Ganivet convertida en una especie de Latrina Maxima de la Celebérrima y Heroica Ciudad.

Con tanta lluvia, mi ciudad ideal sería una ciudad subterránea.

Una perra en la mochila

Aunque a los españoles les encantan los perros (y César Millán), en España apenas hay puertas sin pegatinas de "perros no": no sólo no podemos entrar en supermercados, panaderías, ambulatorios y hospitales (lo que resultaría casi comprensible); también tenemos vedada la entrada a bares, hoteles, oficinas de correos e incluso Ikea y El Corte Inglés. Pues bien, yo he entrado de extranjis en todos esos sitios, incluso en el supermercado del Corte Inglés, que debe de estar doblemente prohibido por ser supermercado y Corte Inglés a la vez. Os preguntaréis cómo lo hago. Pues es facil: mis seres humanos me meten en mi mochila -la misma del viaje en avión- y yo me quedo quietecita y silenciosa para que no nos pillen. Hasta ahora, nadie se ha percatado de lo que llevan mis dueños a la espalda, o al menos eso parece. Aunque creo que también cuento con la complicidad tácita de algunos dependientes.

domingo, 14 de febrero de 2010

Los perritos volantes

Ya os conté que llegué a Granada por vía aérea. Volé con Iberia desde Düsseldorf con trasbordo en Madrid. Fue un viaje muy cómodo porque, con esta compañía, los perros pequeños podemos viajar en cabina con nuestros seres humanos. Eso sí, se necesita reserva, nuestros acompañantes tienen que pagar unos euros adicionales por el "exceso de equipaje" y nosotros tenemos que viajar en una bolsa cerrada. Cada aerolínea tiene sus propias normas y tarifas para el transporte de animales. Aquí os pongo un link a las de Iberia.

Del propio vuelo, poco o nada os puedo contar porque, nada más despegar en Düsseldorf y luego en Madrid, me quedé profundamente dormida. Así que os hablaré de los aeropuertos. En general, son lugares poco adecuados para los perros. Hay pabellones enormes de suelos resbaladizos sin un poquito de tierra o hierba a la vista. También hay mucha gente muy nerviosa que corre sobre cintas transportadoras cargada con bultos grandísimos. Para un bebé de perro todo resulta un poco amenazante, aunque, como iba en mi mochila, tampoco fue tan grave la cosa.

Lo que sí que está bien es el control de seguridad. Allí nuestros dueños nos sacan de la bolsa, y, mientras ésta desaparece en un túnel para luego salir por el otro lado, se nos acerca un montón de hombres y mujeres uniformados que vienen de todos lados, nos acarician y nos hacen fiestas. En teoría son ellos quienes deberían mirar nuestros pasaportes, pero por el mío -que tenía perfectamente en regla, con todos los sellos de las vacunas- no se interesó nadie: el personal estaba demasiado ocupado haciéndome mimos y alabando mi belleza.

Justo antes de entrar en el avión, nos piden la tarjeta de embarque. La mía la podéis ver arriba: en las tarjetas, abajo a la izquierda, pone "PETC": "PET", en inglés, no significa "flatulencia", sino "animal doméstico" y "C" quiere decir "en cabina", o sea, "animal doméstico en cabina".

Y hablando de pets, un último consejo por si tenéis pensado volar: os recomiendo ir con la barriga más bien vacía. Yo lo hice y no tuve que vomitar ni nada.

jueves, 11 de febrero de 2010

Nombres de perra

¡Qué abandonados os tengo! Pero no es culpa mía. Durante las últimas tres semanas, mis seres humanos han estado tan ocupados y me han pedido tan a menudo que les eche una zarpa que no he tenido ni un momento para ponerme a escribir. Y como soy de natural obsesivo -al menos eso es lo que dicen ellos- y había un tema que no paraba de darme vueltas en la cabecita, sentía ya la necesidad de asomarme a este escritorio cibernético. Os escribo mientras ellos, comatosos por el trabajo y las tareas domésticas, duermen más que velan y piensan que yo también yazgo en los brazos del hermano pequeño de la muerte: no todo lo que aparece en la primera entrada del blog es cierto.

A lo que me refiero es a la cuestión de mi nombre. Yo creía recordar, pero muy vagamente, que no siempre me había llamado de la misma manera; y la sospecha ahora es certeza. No es que me importe mucho tampoco, todo lo más me parecía sorprendente que mis padres tuvieran apellidos y yo no. A ver, lo que pasa es que la omisión puede entenderse como mentira y a mí no me gusta la ocultación de datos, menos si sucede, como ha sucedido, por desconocimiento. Me he enterado de que en los documentos oficiales me llamo
Sandra's Quartett Quanta y no Ottima.

Resulta que, la semana que viene, mis seres humanos van a llevarme a una
exposición, como si yo fuera un cuadro, y andaban por ahí trajinando con papeles, papeles muy aparentes, la verdad. Como soy curiosa, en cuanto pude me puse a examinarlos y resulta que eran míos, mi pasaporte y mi pedigrí. En ambos consta mi nombre oficial.

¿Qué sabe de nombres una perra que aún no ha cumplido los seis meses? Entre los de mi especie no tienen importancia, los cánidos no
verbalizamos nuestra identidad, nos basta con olfatearla. Pero el proceso de humanización a que nos han venido sometiendo nos ha vuelto un poco nominalistas y, sobre todo, nos inquietan los cambios. Así que anduve mosqueada un par de días, porque no acababa de comprender por qué Quanta no y Ottima sí.

¿Qué sabe una perra de nombres? Pese a nuestra innegable superioridad mental, los perros la vertiente oral de las lenguas humanas no acabamos de dominarla. Ahora sé, porque he revisado la correspondencia electropostal de
ellos que me llamo como me llaman por dudosas razones de eufonía y facilidad de pronunciación en voz alta (como si yo fuera sorda) y también por motivos conceptuales y de gusto literario. Tras semanas, casi meses, de cábalas, tras desechar Rosalía, Montserrat y Carbonera y los nombres cubanos considerados naturales para los de mi raza, sólo un par de días antes de que yo llegara a Granada, uno de mis seres humanos aún le escribía lo que sigue a un amigo suyo: ''Necesito consejo: a partir del domingo tendremos, otra vez, una perra. Es una perra habanera, es decir, balserita y contrarrevolucionaria. Y no tiene nombre, es decir, tiene el nombre que le puso la criadora -Quanta, que es original pero no especialmente bonito-. No sabemos qué nombre ponerle. Hasta ahora tenemos: Celia, Vespa, Juana, Ottima Massima (para decirle Massi), Minerva, Agripina y Némesis (los dos últimos son sugerencias mías, que sé que acabaré llamándola Bicho).''.

Me llaman, al final,
Ottima, que no es lo peor que podría haberme pasado, por il cane Ottimo Massimo del Barón Rampante. Y mi dueño no me dice Bicho, sino, todo lo más, muy de cuando en cuando, Medusa, el nombre de mi predecesora en el cargo (una perra muy fotografiada de la que, a veces, siento celos retrospectivos).

Tras el mosqueo inicial, la investigación subsiguiente y este desahogo al teclado, en rigor, no puedo quejarme: lo importante es el pollo que me dan por simular que soy una perrita
educable y que no me prohíban usar sus portátiles para escribir en este blog.